jueves, 3 de septiembre de 2009

Adelanto de INERCIA

(uno)

La chica baja del colectivo y automáticamente mira hacia ambos lados. Señal de miedo. Se acomoda el bolso y estruja un cuaderno —o unos libros— contra el pecho. Trota brevemente dando pequeños saltos, esquivando el agua barrosa que se arremolina en la cuneta.
Es perfecta.
Nadie la está esperando en la parada. Se queda debajo del magro techo de chapa con la ingenuidad de que la lluvia pase. Se apoya alternativamente sobre una y otra pierna en señal de fastidio. Mira el reloj. Alguien que tiene reloj no lleva teléfono celular.
Es perfecta.
Una ráfaga repentina le hace entender que da lo mismo ese techo raído que la plena lluvia. Es una escena perfecta. Sus pies están mojados dentro de esos zapatos ordinarios, las gotas brillan una milésima de segundo en la superficie de cuero macilento y son absorbidas lentamente en un ciclo de porosidad voraz. Los zapatos desteñidos comienzan a caminar de a pasos largos en dirección a los monoblocks, cada vez con más velocidad; sistemáticamente los pies tropiezan en el asfalto cada vez que mira a uno y otro lado, pero eso es sólo una impresión ya que sólo están ahí los pies, carnosos y semiesféricos pies que ahora corren sin importar el barro y el verdín, ahora huyen del rasguido de unos pasos que raspan el cemento empapado, se abalanzan desaforados sobre las aguas servidas y la inmundicia de la calle oscura. Entonces sube la vista y de repente a sus espaldas la máscara plateada que se distorsiona grotescamente sobre un piloto beige flamea semiderretida bajo la lluvia en un brillo que compite con el otro que refulge sorpresivo en las manos del intruso. Luego el cuaderno en el suelo como un montón de plumas manchadas, la chica que se contorsiona en torno a un tajo inofensivo, la máscara que corre de un modo ridículo.

Nudo de silencios

No podía dejar de balancear nerviosamente las piernas entre las puntillas que asomaban del ruedo del vestidito blanco que su madre había elegido para la ocasión. Hubiese preferido sentir el cosquilleo del sol en las mejillas en lugar del escalofrío que le llegaba desde la enorme vastedad del mármol que la rodeaba. Se moría de ganas de morderse las uñas, arrancarse el moño que oprimía su cabello y salir corriendo por el parque hasta llegar al río para quedarse allí mirando un punto ciego y distante en donde, estaba segura, otra niña igual a ella la miraba. Pero el reloj no se detenía. Trataba de no pensar en el tiempo, pero su eco infatigable se lo recordaba una y otra vez hasta enloquecerla.
—¿Podés dejar los pies quietos? No es de señoritas estar sentada así. La espalda tiene que estar siempre derecha y los pies quietos en el suelo. Tenés que mostrarle a la nueva institutriz que sos una señorita bien educada. Además, si te sentás así te va a crecer una joroba, como a la prima de Herminia.
Ni siquiera la miró. Se acomodó un bucle que le impedía ver a una arañita que trataba de digerir una mosca en una de las molduras del techo. Le divertía pensar que esa batalla desigual se desarrollaba justo encima de esas cabezas perfumadas y bien peinadas que sólo estaban pendientes de conocer a la nueva institutriz que la torturaría tratando de enseñarle cosas que no le interesaban.
—¿De qué te reís? Estás mirando al techo como una boba. Siempre estás en la luna, como te decía la señorita Cora, pobrecita, que en paz descanse.
A la hora que debía ser, en el minuto exacto, la mujer llegó a la entrada principal de la casa. Obedeciendo a un impulso irrefrenable, propio de su naturaleza, se precipitó hacia el ventanal y pudo ver, semioculta entre los cortinados, una figura femenina que subía con firmeza uno a uno los peldaños de la escalinata que trepaba por el lado izquierdo de la casa.
—¡Parece un maniquí de esos que están en el desván! —dijo en una carcajada.
—¡Vení a sentarte y dejá de decir pavadas! Ojalá que te dejen sin postre.
Afortunadamente su hermana no notó el gesto que hizo con los hombros y que le restaba importancia al asunto.
La mujer entró en la sala. Venía enfundada en un trajecito de terciopelo verde aceituna que la hacía verse, de hecho, como un maniquí, pero nadie se animaba siquiera a pensarlo, por educación, claro. Empezaron a hablar: francés, piano, violín también, un poco de alemán, porque los grandes filósofos fueron alemanes, el alemán es un idioma que inspira orden y el orden es muy importante, sobre todo si desde pequeños los niños se habitúan a él, años de pedagogía lo demuestran, los niños ordenados aprenden más, sin distracciones, y el amor a la ciencia, claro está, porque hoy en día las personas verdaderamente educadas ya no hablan de pintura y banalidades, sino del verdadero motor del progreso que es la ciencia, siempre es recomendable la lectura de las vidas de los grandes científicos, esas biografías son verdaderos modelos que pemiten moldear, si me permite, el carácter de las criaturas.
La mosca ya no se resistía. Había dejado moverse y se entregaba sumisa a su prosaico destino de mosca. Si mamá la hubiera visto, seguramente le hubiera dado un buen reto a la Herminia. Pobrecita, si ya no veía casi nada.
La señorita Beatriz se quedó con nosotros. Trajo un montón de cajas que ella decía que eran de sombreros, pero yo sé que seguro traía escondidas cosas que le había quitado a otros chicos, muñecas de porcelana con ojos de vidrio o cartas de amor llenas de dibujitos y letras grandotas borroneadas de tanto leerlas. A mamá le cayó en gracia enseguida porque trajo muchos libros y eso quería decir que era muy culta y papá dijo que el señor Iribarne se la había recomendado y su palabra no era para dudar. A mí nadie me preguntó, si lo hubieran hecho, les habría contado qué era lo que traía en las cajas, las cosas horribles que traía en las cajas, pero a mi nadie me preguntó nada.



—Niña, estás desafinando. Esos dedos tienen que aprender a moverse con más gracia, con más delicadeza, como los de tu hermana.
Aproximó las manitos a sus ojos y las examinó largamente como si sus anteojos fueran las lentes de un microscopio.
—Estuviste mordiéndote las uñas. Las chicas educadas no hacen esas cosas. Es más, hasta tienes tierra debajo de las uñas. ¿Qué has estado haciendo? ¿Estuviste jugando con tierra como hacen los ignorantes?
En un rapto de ingenuidad creyó que sus descubrimientos podrían conmoverla y que quizá comprendería.
—Estaba dibujando con un palito en la tierra cuando nadie me veía. Dibujé unos nenes con alas que volaban con anillos mágicos, y cuando le estaba haciendo unas alas bien grandotas a una nena, me encontré un montón de caracoles. Los estuve siguiendo. Hay unos muy lindos que viven entre los helechos que están cerca de la fuente. Adentro de la fuente hay otros más chiquitos que son casi transparentes, pero no me animo a alcanzarlos. Solamente pude atrapar uno y me lo guardé en la manga del vestido. Me gustan los caracoles porque cuando los quiero tocar se esconden, como si tuvieran vergüenza. Pero este no es tan tímido.
Mientras hablaba, los ojitos le brillaban de entusiasmo, pero cuando sus dedos extrajeron de la manga el orgulloso y húmedo fruto de sus pesquisas, un rígido dolor en los nudillos, como un latigazo, la obligó a cerrar la mano en una contracción brusca y, sin darse cuenta, el caracolito fue a parar debajo de la alfombra que estaba debajo de los respetables zapatos de la señorita Beatriz. Las palabras se fundieron con el crujido viscoso:
—Quiero esas manos bien limpias para la próxima vez. —Y la varita desapareció entre sus vestidos como de costumbre.
Salió al jardín frotándose los nudillos y pensando en que se le pusieran bien colorados para mostrárselos a su madre, pero al meter los dedos en el agua fría de la fuente pudo ver que desde la ventana alguien la miraba y súbitamente sintió miedo.



—Hijita, no hace falta que te pongas los guantes de encaje para la cena, la tía Inés te los regaló para que los estrenes en la primera comunión...aunque, a fin de cuentas, resultan apropiados ya que hoy estamos dándole la bienvenida a la señorita Beatriz. Entiendo que por eso te los pusiste, ¿no es así, amorcito?
Sonrió apenas, paladeando un consomé que le sabía tan salado como las lágrimas que se había tragado esa tarde.



A veces los grandes hacen cosas que no entiendo y nadie me quiere contar qué son. Yo le conté a la nieta de la Herminia lo que había visto en el estudio de mi papá cuando espiaba por la cerradura. Yo la vi a ella sacando algo de adentro de una de esas cajas; no pude ver qué era pero mi papá se rió y después ella se tiró sobre el escritorio como desmayada. Parece que papá la quería levantar y ella era muy pesada porque yo escuchaba que respiraba rápido como cuando corre para alcanzarme y se cansa. Yo fui a buscar a la nieta de la Herminia aunque no me dejan que me acerque a ella porque dicen que es tonta. A mí no me parece tonta, yo le conté todo y se rió mucho, aunque no dejaba de mirar los eucaliptus con la boca abierta.



—Tienes que dibujarla completa, por dentro y por fuera, como en este libro. Las partes de la flor que normalmente conocemos son las corolas. Los estambres están...
—¿Qué es esto? —un dedo de encaje señaló una cavidad que se encontraba en las entrañas del especimen en cuestión—. ¿Es la panza de la flor?
—¡Qué ingenua! Las flores no tienen panza. Tienen órganos que les permiten reproducirse, como todos los seres vivos se reproducen, igual que los seres humanos se reproducen. Y no se reproducen con la panza...
Nunca supo cómo el objeto llegó a las manos de la señorita Beatriz, cómo había hecho para que de las cajas pasara a sus manos, y desde allí comenzara a delinear los contornos de sus piernas en un arrebato entre exploratorio y didáctico. Así como antes había sentido miedo de repente, ahora temblaba y comprendió que nadie más que ella misma podía poner fin al oscuro tormento. Con las mejillas ardiéndole por el sol y las lágrimas, se alejó hacia el río. Con un palito garabateó febrilmente en la orilla su oscura condena y la inocente venganza.




Los rizos deshechos flotaban tibiamente en el agua. El cuerpo hinchado se mecía con lentitud de ojos abiertos que miraban sin ver el fondo de la fuente. Una mancha verduzca se extendía sobre el cuerpo como el musgo sobre la piedra, una mancha que había sido terciopelo, que había sido vestido y que ahora era mortaja.
Desde arriba, ella miraba.




— Pero cómo íbamos a saber que una simple abeja podía causarle esto, cómo íbamos a saber si en la entrevista dijo “salud excelente”, y ahora qué hacemos para que la gente no empiece a comentar. Si fue un accidente, nada más, sí, sí, fue un accidente, le podía haber pasado a cualquiera. Pero decíme, Osvaldo, no puede ser que hayamos tenido que hurgar entre sus cosas para encontrar el papel en que decía lo de este problema. No, si la irresponsable fue ella que no dijo nada, nosotros cómo íbamos a saber. Y ahora cómo explicarle a Silvina, ella tan chiquita, cómo hacerle entender.



Cuando su madre entró en la habitación, ella, ajena a todo, trazaba garabatos de colores acostada sobre la alfombra. Le explicó que a la señorita Beatriz le habían crecido alas y tuvo que volar muy alto, hasta el cielo, y que ya no podía volver, como le había pasado al cachorrito que le había regalado su padrino el verano anterior. Se quedó mirándola enternecida mientras dibujaba un enorme pimpollo rojo.
—Es para la señorita Beatriz —murmuró.
Dulcemente acarició sus cabellos y, mientras suspiraba se compadeció: ¡Sos tan inocente!
Claro que no sabía, no podía saber que la flor escondía una abeja como recordatorio y epitafio de la muda confesión.




(julio2003 – marzo 2004)